jueves, 31 de enero de 2013

Cine Bélico (I): GUERREROS

Emprender el proyecto de una película bélica no es algo habitual en el cine español. Anteriormente, en los últimos años, sólo Gerardo Herrero lo había intentado con la adaptación de la novela de Arturo Pérez-Reverte "Territorio Comanche" (1.996) y desde una óptica periodística, donde la presencia militar era prácticamente testimonial. La verdad es que los acercamientos del reciente cine español al mundo militar se han caracterizado en ocasiones por su proximidad a la astracanada -podemos citar los casos de “La Quinta del Porro” (Francesc Bellmunt, 1.980), “Historias de la Puta Mili “(Manuel Esteban, 1.993) o el de la bastante más digna (que tampoco es mucho decir), “La Marcha Verde” (José Luis García Sánchez, 2.002), o, en la mayor parte de los casos, por un enfoque timorato o alicorto que no sólo revela los tabúes con los que se ha edificado nuestra realidad política, sino también la escasa consistencia de la industria cinematográfica nacional. Es cierto que no faltan filmes valiosos -me vienen a la memoria los casos de “Mi General” (Jaime de Armiñán, 1.987), “Soldadito Español” (Antonio Giménez-Rico, 1.988), “A Solas Contigo” (Eduardo Campoy, 1.990), “La Viuda del Capitán Estrada” (José Luis Cuerda, 1.991), “Morirás en Chafarinas” (Pedro Olea, 1995) o “Sé Quién Eres” (Patricia Ferreira, 2.000), e incluso la reciente “Silencio en la Nieve” (Gerardo Herrero, 2.011)-, pero casi siempre ceñidos a un ámbito intimista, personal o ahistórico, sin la ambición y el vuelo épico que en otras cinematografías ha dado obras de tanto interés. Sin duda, una asignatura pendiente en el cine español. 

Cuando en 2.002 se estrenó este quinto largometraje de Daniel Calparsoro, anteriormente autor de las películas ya citadas en las que, según Francisco Marinero en El Mundo, "había mostrado cierta fascinación por la violencia", el público no prestó a la película el debido interés, a pesar de que la mayoría de los críticos intentaron llamar su atención, entre otros Ángel Fernández-Santos, que la definió como una "notable y turbadora película, que aunque saca cine, y buen cine, de la memoria de otras películas de guerra, no es un filme de género, sino una vigorosa exploración con pinta de irrepetible, en la que Calparsoro representa, a través de un emocionante crescendo deslizado con ágil ritmo en vibrantes y terribles escenas, con aliento de generosidad, luminosidad y verdad, sin escatimar violencia y horror, nada menos que el loco e instantáneo aprendizaje del hombre humano de su condición de bestia humana, la enmarañada respuesta del hombre de orden a la agresión del supremo desorden. Calparsoro filma esta vez un guión solvente, una construcción viva, precisa" (“Bestial Forja de Bestias”, en El País, Madrid, 22 de Marzo de 2.002, p. 46). No fue menos entusiasta Jesús Palacios en Fotogramas: "Contando con un brillante elenco juvenil, encabezado por un Eloy Azorín que a su belleza une la capacidad de crear un personaje complejo, mezquino y heroico al tiempo, pero siempre ambiguo y a la vez convincente, Guerreros, cuya ironía se resume ya en el propio título, demuestra, como ya hiciera su película anterior, Asfalto, que Calparsoro es el cineasta más maduro y coherente de su generación". En Cinemanía, Bárbara Escamilla encabezó su crítica diciendo que "la primera (y grata) sorpresa de Guerreros es encontrar, tras una factura impecable, una producción netamente española que se adentra en el género bélico desde una perspectiva alejada de nuestra contienda civil", continuando con “el guión y una dirección arriesgada y eficaz ahondan, con un escalofriante realismo y con un ritmo trepidante pero medido (...) en la neutralidad (...) y el miedo” y concluía diciendo que "las víctimas son todos, los monstruos son todos; cuanto más heroísmo, idealismo y espíritu marcial se pretenden cultivar bajo la bandera moral de la pacificación y la ayuda a los civiles, más fácil resulta caer en la barbarie y la locura" (“Guerreros. Calparsoro ahonda en el miedo en una cinta bélica de impecable factura”, en Cinemanía, Madrid, Núm. 79, Abril 2.002, p. 56). 

Es difícil ser objetivo cuando se trata de un tema cercano: Su ópera prima “Salto al Vacío” (1.995) me pareció una notable película (aunque la dicción de algunos actores dejara mucho que desear, haciendo escenas ininteligibles para el espectador). Le siguieron “Pasajes” (1.996), “A ciegas” (1.997) y “Asfalto” (2.000), con mayor o menor éxito. Sin embargo, “Guerreros” (ya su título es, de por sí, pretencioso) me parece una película histérica, con un guión deslavazado y mala dirección de actores, bastante llena de estereotipos y, a ratos, desde una perspectiva militar, vergonzosa y vergonzante. Lo que no se puede negar es la coherencia de Calparsoro como cineasta -es inaudito que la coherencia tenga que ser nombrada como elogio, pero últimamente es lo que hay-, sigue fiel a esos personajes llevados al límite, aunque en este caso cambie el espacio urbano por las grandes zonas de montañas -en definitiva cambia el fondo pero no la forma-. Pero Guerreros es tan solo eso, un ejercicio de coherencia temática por parte del cineasta, pero que deja mucho que desear en el momento en el que se reflexiona sobre ella como película individual: 

Teniente inútil, dubitativo y sin carácter (Eduardo Noriega, auténtica antología del disparate táctico); Sargento “chusquero” y “pseudoduro” (Rubén Ochandiano, que se queda en un quiero y no puedo, soltando la blasfemia de turno sin ton ni son); soldado idealista (el anti-héroe lleno de frustración Eloy Azorín); Cabo “escaqueado” (y, a veces, ridículo en sus diálogos: Jordi Vilches, con unos fallos de dicción intolerables); una intérprete (Sandra Wahlbeck) marginada, marginación a veces con cierto tufillo xenófobo, que llega y se va sin pena ni gloria; el soldado “simple” y adicto a los videojuegos de guerra (Roger Casamajor); la soldado (Carla Pérez, personaje que podría haber dado un juego increíble y que –hasta en los peores momentos… No entraremos en detalles- resulta insulsa); un prometedor personaje (el conductor del BMR., Iñaki Font) que con silencios y miradas dice mucho más que con lacónicas palabras, pero se queda en meros retazos… Sobre estos personajes (interpretados por galán consagrado por el cine de éxito en el caso de Eduardo Noriega, jóvenes promesas con etiqueta almodovariana en el de Eloy Azorín, la de la popularidad televisiva made in “Al Salir de Clase” en el de Carla Pérez o Rubén Ochandiano, para proporcionar así a cada tipo de público un guerrero a su gusto) se levanta una historia con muy buen comienzo y que se le va de las manos al director en su resolución: “Guerreros” cuenta cómo en el verano de 2.000 "una sección del Ejército español (concretamente, la Brigada de Montaña) integrada en la fuerza internacional de pacificación de Kosovo, KFOR., es atrapada, en una misión, por la tenaza del mortal barrido de un cruce de territorios entre serbios y albaneses". A partir de ese momento, según resumió Fernández-Santos en El País, "el puñado de muchachos españoles, creado por un reparto vivísimo y sin grietas encabezado con empuje por Eduardo Noriega, que han acudido allí para escapar del ahogo ambiental, o del paro o de la cárcel familiar, con la bella tarea de edificar ámbitos de vida sobre los escombros de un país derruido, son bruscamente sometidos a la más soez y desnuda ley de supervivencia, la necesidad de matar para vivir...". 

Se trataba de transmitir "la tesis desencantada de que ni siquiera las buenas intenciones pacificadoras se abren camino en los territorios anegados por el odio racista y xenófobo", en opinión de J. L. Sánchez Noriega en Cine Para Leer. Todos los protagonistas son personajes muy jóvenes, distintos a los que, según dice Daniel Calparsoro, "aparecen con frecuencia en las películas norteamericanas, con 30 años o más, cuando, en realidad, esos soldados son realmente niños, la mayoría de ellos de la misma generación que sigue en la televisión Gran Hermano y Operación Triunfo, chicos que se van a la guerra en busca de aventura o para ganar un sueldo y comprarse luego un coche en España". Calparsoro y el co-guionista Juan Cavestany habían imaginado a un ángel convertido en diablo, y la guerra de Kosovo les pareció un buen lugar "para dejar caer a ese ángel". Por ello, se fueron a Bosnia ambos guionistas junto al coproductor Enrique López Lavigne, además de "algunos amigos, uno de ellos ex militar, para ver si aquella idea tenía alguna consistencia. No queríamos hacer una película realista o documental, pero sí queríamos que fuera totalmente verosímil". En Bosnia les contaron "muchas leyendas urbanas de soldados" que se fueron traduciendo "en las ocho páginas de las que nació la que sería historia definitiva". Más tarde, durante el rodaje en Kosovo, "aunque el alto el fuego estaba garantizado por la misión de la OTAN. y los soldados de la Legión española protegían al equipo del rodaje, los tiroteos y altercados fueron diarios". Para todo el equipo "fue una experiencia fuerte, que acabó influyendo en la película, en su recorrido, en su forma, en su contenido...". Como publicidad sensacionalista y promocional de la película queda bien. Lo cierto es que el Equipo de rodaje pasó dos semanas entre Istok (donde se ubicaba la base española) y Pec (ciudad que sale en la escena en que el convoy atraviesa una localidad, minarete al fondo), sin más percances que los cotidianos del día a día allí (lo dice alguien que compartió estancia con ellos y añadió año y medio más al petate). Igualmente, subrayar que la colaboración del Ejército –aunque su imagen no sale muy bien parada- fue total, tanto en Kosovo como en España (la escena nocturna - quizás lo que hace salvable (que no hace que sea buena) a “Guerreros” es el excelente diseño de producción y el gran trabajo fotográfico, sobre todo en las secuencias que acontecen de noche- de la Base española, supuestamente la Serrería de Radusha, en Istok, con los carros de combate detrás es total… Por lo de los tanques, aclaro). ¿Ir a Kosovo? ¿Para qué? ¿Para dar verismo a la cinta empapándose de realidad? Cuando un camino con una lavadora (literal) o un prado “minado” o un arroyo caudaloso donde arrojar un BMR. lo puedes encontrar –como lo encontró- en España (también se rodó en Huesca, Lleida, Guadalajara y Madrid). Alguien dijo que “lo importante es que hablen de uno, ya sea bien o mal”… Puede ser que en ello estuvieran pensando los representantes del Ministerio de Defensa que dieron su Visto Bueno a embarcarse en semejante empresa: El rapapolvo que le echa el furibundo Teniente al soldado Vidal por tratar de defender a un civil, al inicio de la película, parece querer indicar que el Ejército estaba en Kosovo como los tres monos San saru: Para no ver, no oír y no hablar… ¡¿?! 

Cabría reprochar también ciertas opciones estéticas de la cinta, como el feísmo de su tramo final, la nocturnidad de ciertas secuencias, que sólo aporta confusión al relato (uno también tiene la sospecha de que sirve para “tapar” algunas insuficiencias de la producción, particularmente en lo que hace a la reconstrucción de los escenarios), o la utilización de angulaciones y movimientos de cámara -sobre todo en las secuencias de la detención y la tortura (¿real o imaginaria?) del soldado Vidal-, demasiado ampulosas y además descaradamente imitadoras de los estilemas del thriller y del cine de terror contemporáneo. En todo caso, estas opciones serían legítimas si hubiera una historia cabal que las sustentara. El problema no se halla en la estética de Calparsoro, tan discutible como otra cualquiera, sino en las grietas que amenazan el edificio entero de la construcción narrativa, en una historia y en unos personajes insatisfactorios y, a la postre, fallidos. 


Pero bueno, tampoco se puede pedir mucho más a una película que basaba a priori sus méritos (Gregorio Belinchón: “La tropa se renueva. Ninguno ha hecho la mili. Pero ya saben lo que vale un Cetme. Seis nuevos talentos emergen de Guerreros, el viaje de Calparsoro a Kosovo”, en El País de las Tentaciones, Madrid, 15 de Marzo de 2.002, p. 16) en que ninguno de sus protagonistas había hecho la mili (cosa que se nota, no hacía falta tanto hincapié). Que a continuación subraye lo dura que les resultó la instrucción en un cuartel o acumule detalles del accidentado rodaje en el que Eduardo Noriega estuvo a punto de perder un ojo (prácticamente no hubo publicación que no se hiciera eco de dicha lesión ocular, hasta el punto de que el propio intérprete tuvo que quitar hierro al accidente –E. Silió: “Los actores desdramatizan las condiciones del rodaje”, en El País, 22 de Marzo de 2.002, p. 4), recuerda mucho al adagio latino de excusatio non petita, acusatio manifesta. No es la primera vez, ni será la última, que los militares de película se parecen como un huevo a una castaña a los de verdad, ni es el cine español el único que comete esos errores -recordemos el “pastelón” de “Pearl Harbor” (Michel Bay, 2.001), con unos guapos y fornidos pilotos que semejaban caballeros andantes y unas enfermeras tan bien puestas como cualquier glamourosa actriz del Hollywood de la época-, pero el fallo resulta más imperdonable en una cinta que se propone, de manera más o menos explícita, superar los convencionalismos del cine bélico que tanto denosta y de los que Calparsoro tanto pretende huir. 

En efecto, alguien podría argumentar que esto es España y que no estamos en el Hollywood tan aficionado a la pirotecnia y a inversiones millonarias –de las que, huelga decir, el cine español carece-. Y hay que reconocer el mérito a Calparsoro de rodar la escena del enfrentamiento entre los guerrilleros albanokosovares del UÇK. y el convoy franco-español (el VEC. tapado con lona de camuflaje y una red mimética cubriendo su torreta –plus bandera tricolor al uso, por supuesto- para pasar por un blindado francés es apoteósica) con profesionalidad (aunque, quizá, menos aparente ¿o aparatoso? que el rescate de la efímera Mónica, la intérprete, víctima de una mina). 

Hay que reconocer también, desde luego, que lo más logrado se encuentra en la comprobación de que la educación visual de Calparsoro ha subido muchos enteros desde su debut en el largometraje. En aquella ocasión, como en todos sus otros films (hasta este), la protagonista era Najwa Nimri. Aquí, su ex compañera se encarga, junto a Carlos Jean, de una banda sonora excepcional, tan por encima de los acomodados arreglos orquestales con los que, con demasiada frecuencia nos atosigan los popes del engalanaje musical patrio. La combinación de la partitura original (donde sobresale la canción de elocuente título “Human Monkeys”) con un tema sublime del extraordinario músico armenio Arto Tuncboyaciyan la hace elevarse también por encima de una película cuyos inconvenientes surgen a partir de lo explicado hasta ahora. 

Las interpretaciones resultan monótonas, cuando no directamente molestas. En el caso del reparto, al habitualmente insípido Eduardo Noriega hay que añadir decepcionantes actuaciones de un sobreactuado Eloy Azorín (en el papel protagonista), un apocado Rubén Ochandiano (como su sargento) y un sorprendentemente plano -porque prometía mucho, tras "Krámpack"- Jordi Vilches (como el típico cabo borde). Por otro lado, el desvarío a que somete la acción Calparsoro como guionista, junto a Cavestany, a su película tras la llegada a la localidad de la "Zona de Exclusión" tomada por paramilitares serbios alcanza cumbres de ridiculez en la histérica huida de la prisión de Azorín o en los incomprensibles ataques de locura que se convierten en habituales tras la recuperación del pueblo por los albano-kosovares. 

Si Calparsoro deseaba escenificar aquella frase Hobbesiana de “Homo Hominis Lupus”, la verdad es que en el intento casi roza el esperpento. Debería visionar la película -¿bélica o paradigma del terror?- colombiana “El Páramo” (Jaime Osorio Márquez, 2.011), para entender perfectamente cómo se representa con veracidad a un hombre convertido en lobo para el hombre…

“El mensaje que desea transmitir la película es que en la guerra los pacificadores se convierten en guerreros", escribió Jonathan Holland en la revista Variety, comentario que el director de la película, Daniel Calparsoro, amplió después en el programa televisivo Versión española: "Guerreros cuenta cómo unos soldados tienen la misión de recuperar la luz eléctrica en un pueblo y cómo acaban perdidos en la misma oscuridad, convirtiéndose en bestias. Sin embargo, ésta no es una película de guerra al estilo del cine bélico tradicional. Es la historia de un viaje, de un viaje que empieza como si tratara de una película de guerra y que acaba como una película de terror". Si deseaba reflejar un nuevo Viaje al Corazón de las Tinieblas, ha quedado muy lejos del Apocalípsis al que tanto se aproximó Coppola (“Apocalypse Now, 1.979). 

Y esta referencia a la obra maestra de Coppola trae a colación la pretenciosidad y arrogancia –incluso soberbia- del propio Calparsoro al hablar de su película, aproximándose peligrosamente al terreno de lo bochornoso al compararla precisamente con “Apocalypse Now”: “Hemos vivido un Guerreros que te cagas. Coppola decía que su película no era sobre Vietnam, era Vietnam. Pues ésta es mucho más que Kosovo” (Óscar L. Belategui: “La violencia nos convierte en bestias. El realizador Daniel Calparsoro y Eloy Azorín conversan sobre el rodaje de “Guerreros”, una película bélica española que tiene poco que envidiar de las superproducciones USA.”, en Viernes de Evasión, El Correo Español-El Pueblo Vasco, Bilbao, 8 de Marzo de 2.002, p. 9). La trinchera que separa las palabras de Calparsoro del resultado final de su trabajo es del tamaño de una catedral. Calparsoro afrontaba “Guerreros” como su “segunda primera película”: “Con esta película empieza una nueva etapa. Es una película de Daniel a saco, pero con elementos trabajados de otra forma” (Carmen Lobo: “Calparsoro: En “Guerreros” no hay héroes ni antihéroes, sólo niños que se han perdido”. El director presenta su nueva y extrema película ambientada en la guerra de Kosovo”, en La Razón, Madrid, 21 de Marzo de 2.002). Y lo es en sentido estricto, porque el cineasta repite los mismos vicios y virtudes de “Salto al Vacío”. Si acaso, sumaba a esta “segunda primera película” los lastres de una pretenciosidad mal digerida y peor expuesta. Las metáforas visuales con las que pretende dotar de contenido poético-ideológico a la cinta pecan de obvias (los soldados emergen de la fosa común blanqueados por la cal y convertidos en zombies, en muertos vivientes), de reiterativas (los mismos soldados arrodillados como perros, animalizados ante unas pocas sobras de comida) o de ambas cosas (los inconscientes muchachos, antes de salir al combate, matan el tiempo con un videojuego... de guerra). El grado de sutileza que Calparsoro maneja en la cinta es prácticamente nulo. 

En Revista Digital, Pedro Luis Pascual Lacal escribió: "Quien vaya al cine a ver un filme bélico, descubrirá con agrado que Guerreros es una de esas películas de guerra que van más allá de lo sangriento y que sacan a flote aspectos que dejan consternado al espectador"… Desde luego, al acabar su proyección, consternado quedas. 
Pero todas estas buenas críticas no impidieron que “Guerreros” acabase compitiendo con “El Embrujo de Sanghai” de Fernando Trueba por el título de “Mayor Fracaso Comercial del Año”. De nada han servido los cacareados discursos de autobombo (una vez más, al estilo americano) sobre la lujosa producción (5.800.000 euros, casi mil millones de pesetas), sobre la aventura épica de su rodaje (trece semanas y media de filmación, siete meses de trabajo incluyendo la preproducción, entrenamientos militares para el reparto, rodaje en Kosovo, protección del ejército, etc.) o el bombardeo mediático: El film se descalabró en taquilla. 

Halagos aparte, sí creo, en cambio, que se pueden presentar serias objeciones a cómo Calparsoro ha reflejado la convivencia entre estos hombres y mujeres, que a veces parecen más bien asociales con profundos problemas de incomunicación que compañeros de armas. Se podrían buscar toda clase de justificaciones para este planteamiento (entre ellas, la de que uno de los militares es un francés (Olivier Sitruk) que ha sobrevivido a la masacre de su unidad y que sólo se comunica en inglés con el teniente Alonso), pero ni aun así. De hecho, hay un momento muy significativo de la película que revela esa alergia al diálogo a la que acabo de referirme. Se trata de la secuencia en la que la soldado Valbuena y la intérprete Mónica se asean en el lavabo del puesto español. Es un momento intimista, muy propicio a la comunicación, y sin embargo ambas mujeres permanecen en silencio. Se adivina que entre ellas existe un vínculo diferente al que existe entre los demás soldados, pero sólo se adivina, y la ausencia de palabras deja su relación en un simple e insuficiente esbozo. Cuando más tarde el espectador contempla los inútiles deseos de Valbuena por ayudar a la agonizante Mónica, echa en falta una justificación más sólida de la proximidad afectiva entre las dos jóvenes. Tal circunstancia no es, como pudiera pensarse, un reflejo realista de las limitaciones impuestas por las condiciones de la guerra de Kosovo o por la prosaica vida cuartelera, sino más bien una consecuencia de lo que yo considero defectos del guión y de la dirección actoral. Viendo la película, uno tiene la recurrente y extraña sensación de que los soldados, suboficiales y oficiales que ha conocido en el ejército o fuera de él no hablan ni se comportan como los del filme. Cuando el cabo intimida al soldado Vidal, en las estrecheces del BMR., con aquello de “me molesta tu aliento”, o cuando el sargento Rubio declara sobre la torreta del blindado que “el ejército español se ha convertido en una empresa de servicios”, o cuando el teniente Alonso le exige a Vidal “mírame a los ojos” algo rechina en mis oídos, algo no fácil de definir, una extraña mezcla de solemnidad o de trascendentalismo vacuo por una parte, y de rudeza cuartelera, por otra, que no es que sea imposible en una conversación real, pero sí inverosímil en términos cinematográficos (con multitud de típicos tópicos que sobran), y desde luego perjudicial en cuanto a la cohesión dramática de la película (son tan estereotipadas frases como la manida “No siento las piernas”). 

Someramente, y de manera superficial (repetimos que la película es una película de silencios, y la escena sin diálogo en las camaretas es de las más sobresalientes del film) sabemos quién y cómo son los personajes (otro factor que debería ser natural en toda película y no un elogio). Pero llegados a ese punto, cuando la película se pone en marcha, es cuando la narración se convierte en repetitiva hasta la saciedad. Calparsoro fuerza unas situaciones creadas por tan solo para mostrar las (tópicas) relaciones que hay entre sus personajes, jamás juega a favor de una lógica narrativa, con lo que esas relaciones entre el grupo, establecidas ya desde el principio de la película, nunca progresan maduran o cambian y en definitiva todo el metraje queda automáticamente inutilizado debido a esa inoperancia narrativa. Excepto en el personaje interpretado por Carla Pérez, a mi juicio el único que tiene verdadera (aunque muy puntual) profundidad junto con el que interpreta Eloy Azorín, que al sufrir la violación convierte sus miradas angelicales en terroríficas, la inocencia de sus actos pasan a ser puramente salvajes, desgarradores…pero apenas en un par de planos, pues Calparsoro la olvida justo en el momento en que dramáticamente el personaje esta mejor construido e interesante. 

Y a todo ello hay que sumar el hecho, tan poco tolerable en una película “de personajes”, de que varios de ellos circulen por la historia sin rumbo ni meta: Estos Guerreros tienen carencias, y graves. Sobre todo, de identidad. Y es que “Guerreros” no tiene un solo personaje digno de ser considerado como tal. Del teniente Alonso nunca acabamos de saber si es un incompetente, un cobarde o, sencillamente, un hombre cabal superado por los acontecimientos (no entiendo por qué en todas las reseñas promocionales se destaca su talante “ambicioso”, yo no veo la ambición por ninguna parte, sino en todo caso las ganas de cumplir con su deber). La intérprete Mónica (Sandra Wahlbeck) sólo forma parte del reparto para justificar una secuencia de un tremendismo repetitivo, que se hace insoportable no tanto por su crudeza cercana al gore, sino por lo artificiosamente que el director la demora. Por su parte, la presencia en el pelotón de la soldado Valbuena, víctima de una violación que el director oculta pudorosamente (y hay que reconocerle la elegancia de la elipsis), apenas se justifica argumentalmente hasta el momento de la violación. En cuanto al soldado Lucas (Roger Casamayor), su retrato como un individuo casi descerebrado, que utiliza a modo de pijama la camiseta del Atleti de Jesús Gil y juega compulsivamente a videojuegos bélicos, constituye menos un interesante referente sarcástico sobre la previsible composición del ejército profesional español (y aquí Calparsoro se podría haber “mojado” a fondo) que una percha sobre la que colgar un personaje esperpéntico, víctima de una muerte que de nuevo se caracteriza por el efectismo y por una presentación cercana a lo grotesco. Por último, el sargento Rubio, representado por un Rubén Ochandiano de rasgos rotundos y pétreos, ofrece el perfil característico del suboficial duro, decidido y enérgico tantas veces retratado en el cine bélico, pero el interés del personaje y del conflicto que en algún momento parece llamado a liderar -el amotinamiento frente a la inútil autoridad del teniente Alonso- se diluye demasiado pronto gracias a un oportuno disparo en el pie, que reduce la función dramática del personaje hasta conducirlo a la categoría de mero comparsa, eso sí, con su escena sangrienta a cuestas (una “operación” sin anestesia, que resulta totalmente innecesaria en términos de funcionalidad narrativa). 

En efecto, durante casi todo el metraje los actores parecen autómatas condenados a vagar por donde dicta el guión sin una motivación definida, recitando sus diálogos con entonación de autista y alterando sus (raquíticos) patrones de conducta de forma repentina y arbitraria. Lo de Eduardo Noriega y Eloy Azorín no es la evolución gradual de dos personajes inmersos en el horror; es la mutación absoluta e imprevisible de dos arquetipos transformados porque sí en su negativo fotográfico, en virtud de la mera voluntad de un director y guionista convencidos, por alguna razón, de estar manejando verdaderos personajes. Decía el propio Calparsoro: “Siempre he cuidado la interrelación entre mis personajes, pero hasta Guerreros había un protagonista y unos secundarios. Ahora aprovecho un conflicto bélico, con sus ingredientes de choque directo y dinámica visual, para realizar un retrato generacional”. Por su parte, Cavestany se atrevía a decir en el pressbook de “Guerreros” que “Daniel y yo compartimos por un tiempo el “mando” sobre el pelotón del teniente Alonso hasta que se perdieron en el monte y empezaron a actuar por su cuenta” (pensaría que era Oliver Stone, que hizo algo similar con los actores de su sensacional “Platoon”,1.987). Es decir, que, según él, no sólo hay personajes sino que, una vez esbozados, cobran vida propia y se independizan de la voluntad de sus creadores para volar libremente en la diégesis etc., etc. En cualquier caso, “manejar” es la palabra, no “crear”. El vacío, la nada de sus personajes, más allá de su siempre epatante presencia visual, es una característica común a todas las películas del director de Guerreros, desde su debut. 

En realidad, y para dar un voto de confianza al film, sólo el personaje del soldado Vidal mantiene una consistencia apreciable. Es el único con historia, con motivaciones dignas de tal nombre, con una evolución que, no por esperable, carece de interés. La apariencia desvalida y a un mismo tiempo inteligente de Eloy Azorín le permite abordar con garantías un personaje que es toda una tradición en el género, el del soldado vocacional arrojado al infierno de la guerra, que descubre todo el salvajismo y la crueldad de la que es capaz el ser humano movido por el instinto de supervivencia y la sed de venganza. Sin embargo, tampoco este personaje se ve libre de los efectos perniciosos de un planteamiento narrativo que no sé muy bien cómo denominar, de una especie de desconfianza o alergia del director hacia la palabra, hacia la comunicación articulada. En efecto, los protagonistas de “Guerreros” raras veces se comunican entre sí; en vez de conversar, se miran, gruñen, mascullan, o sencillamente se ignoran. Y en su insistencia en sustituir la palabra por un catálogo de miradas y gestos que se suponen preñados de significación, pero que en realidad resultan huecos e impostados, Calparsoro acaba por hartar la benevolencia del espectador. 

La película también queda afectada por la afición del director al efectismo (el segundo mayor fallo junto con su primitivismo comunicacional). Es inevitable que toda película que pretenda denunciar la crueldad de la guerra se vea en alguna medida comprometida con el exceso, pero también que el director se recrea en situaciones límite. Los ejemplos abundan: la agonía atroz de la intérprete destrozada por una mina, cuyo sufrimiento se prolonga sin que los militares españoles sean capaces de ayudarla (y la verdad es que su inacción no se justifica argumentalmente con una situación de peligro inminente) el increíble episodio en que un enloquecido soldado Vidal comienza a golpearse contra las paredes de su celda hasta perforar un hueco en ellas (y habría que tener en cuenta, para calibrar el significado de este suceso, que Eloy Azorín, en términos musculares, no es precisamente Schwarzenegger); o la forzadísima secuencia del final de la película, durante la cual la cámara se mueve espasmódicamente, en un plano interminable y a todas luces excesivo, en pos de los aterrorizados soldados rodeados por la multitud. 

Pero la secuencia que más rechina es la de la fosa en la que se refugian los protagonistas tras escapar de sus captores, en cuyo interior unos irregulares (que uno no sabe bien si son serbios o albanokosovares) vuelcan un remolque lleno de cadáveres. Los soldados aguardan pacientemente a ser cubiertos por los cuerpos y por la cal que sobre unos y otros depositan los enterradores, sin defenderse o huir. El espectador se pregunta el porqué de este comportamiento inverosímil -los enterradores están desarmados mientras cumplen su macabra tarea-, aunque en seguida se lo explica cuando a continuación la cámara muestra un plano general de la fosa común, de la que emergen los vivos reptando por entre los muertos, como si fueran zombis de George A. Romero o espectros (¿a esto se referían las apelaciones al cine de terror?), con caras deformadas por el horror y por la cal, entre gemidos y estertores que, sin embargo, no oyen los irregulares, entretenidos unos pasos más allá en fumarse un cigarrito reparador. Es difícil recordar un encadenado de inverosimilitudes tan flagrantes, que sólo se justifican por el deseo del director de subrayar con planos dantescos y apocalípticos la transformación de los hombres en animales y la conversión del mundo racional en una pesadilla. Pero apurar tanto los simbolismos, exagerar tanto la nota, no sirve más que para distanciar la película del posible efecto catártico que persigue (de hecho, cuando finalmente los soldados españoles se hacen con el Kalashnikov de sus involuntarios enterradores y les disparan fríamente por la espalda, casi dan ganas de aplaudir...) 

Respecto a la comentada violación, decir que no está mostrada por puro artificio (o capricho), ya que si Calparsoro elige la opción de no mostrar esa violación, no entiendo porque se recrea en los planos semi-gores de la mutilada traductora, incluso repitiendo en un par de ocasiones planos detalles del cuerpo seccionado de la pobre chica y después mostrarnos su muerte en off, una muerte que repite una situación que parece ser imprescindible en toda película bélica como es que un personaje (Eloy Azorín) deba matar a su camarada para evitarle el sufrimiento de sus heridas mortales. Hecho que a mi juicio no funciona ya que como espectadores no nos importa la traductora, suena horrible decir que no nos importa que un personaje muera pero en este caso es real, ya que es un personaje que tan sólo ha aparecido unos pocos minutos antes y no nos identificamos en absoluto con ella con lo que su muerte no causa el más mínimo efecto en el espectador… A no ser que esa escena esté planteada con el objetivo definir al personaje de Eloy Azorín, cosa que sinceramente dudo. Si bien, Calparsoro se hace cruces al citar la película de Spielberg (“basada en el presupuesto”), las comparaciones son odiosas, claro, pero es inevitable la analogía con una secuencia de “Salvar al Soldado Ryan”, aquélla en la que el soldado Caparzo se desangra, alcanzado por un francotirador alemán; la cámara nos presenta su agonía, pero al mismo tiempo narra los esfuerzos de sus compañeros para localizar y eliminar al tirador. En “Guerreros”, la agonía de la intérprete se prolonga sin que los soldados españoles hagan nada por ayudarla, incluso cuando el peligro para sus vidas ya ha pasado. ¿Un retrato realista de la crueldad de la guerra, superador de las tópicas concesiones a la moral del sacrificio tan característica del cine bélico? Tal vez quepa entenderlo así, aunque a mí más bien me parece una muestra más de la afición al director a lucirse en los efectismos de la violencia… 

Si la elección de Calparsoro como director es mostrar la crudeza de la guerra, se muestra toda, sin concesiones, porque en un tema como el que trata, la opción/posición del cineasta ha de ser clara y concisa, lo que no se puede hacer es jugar caprichosamente con las imágenes mostrando algunas cosas y no mostrando otras, baste el ejemplo de no mostrar la violación y después hacer planos desde el punto de vista de los protagonistas en el interior de una fosa común donde vemos como los cuerpos caen sobre ellos en una imagen realmente sobrecogedora. Es esa incoherencia respecto la posición de Calparsoro sobre los que viven sus personajes lo que hace que no nos creamos en ningún momento lo que sucede en la pantalla, agravando la situación unos diálogos realmente malos e insustanciales, del estilo "Me quiero ir a mi casa" (Cuando el personaje de Jordi Vilches es capturado) o "Cuidado, puede ser peligroso" (Cuando Noriega esta frente a un grupo de paramilitares armados). 

Al lado de estos errores, los indudables méritos de la cinta -la valentía de haber afrontado un género casi inexplorado en nuestro cine, la apuesta por liberarse del corsé de un cierto costumbrismo “renovado” que en demasiadas ocasiones lastra las producciones españolas contemporáneas, la confianza en actores que representan una juventud que tiene muy poco que ver con la que habitualmente contemplamos en la pequeña y en la gran pantalla, la eficacia de la mayor parte de los aspectos relacionados con la ambientación y con la labor de producción, y hasta cierta audacia ideológica en la presentación de una institución tan desconocida como el ejército profesional- se resienten en gran medida. Por todo ello, y si se ha de formular un pronóstico acerca de la posible evolución del género bélico español a la luz de este intento cuasi inaugural, tendría que enunciarse de forma más bien pesimista. En mi opinión, Calpasoro no logra los objetivos que se había fijado, pero es que además no parece previsible que la microhistoria de los conflictos armados contemporáneos en los que han intervenido militares españoles pueda dar mucho más de sí, ni tampoco que el futuro más próximo suministre material narrativo de mayor enjundia que el que ha utilizado Calparsoro. Lo cual no quiere decir que ese material no exista. No hace falta remontarse a la Guerra Civil, que en su vertiente estrictamente bélica, es decir, fuera de la parodia o la mitificación, parece un tema tabú o al menos de complejidad prohibitiva para la cinematografía española. Más cerca tenemos algunos acontecimientos que están exigiendo su narración y su película: ¿Qué sabe el gran público de lo que pasó en Ifni, o en la retirada del Sáhara, a raíz de la Marcha Verde, o incluso en determinados episodios de la Transición que afectaron de lleno al estamento militar? Y siendo un poco más ambiciosos, ¿qué enorme película no se podría hacer, con todos los pronunciamientos favorables para el antibelicismo reclamado casi a gritos por la crítica, con los sucesos que rodearon al llamado Desastre de Annual? Los libros que relatan esta apabullante historia están publicados -como la magnífica novela de Lorenzo Silva, “El Nombre de los Nuestros”-; sólo hace falta saber trasladarlos a la gran pantalla como testimonio de lo que ha sido nuestro pasado reciente y de lo que significa en toda su extensión esa palabra terrible: LA GUERRA. 

No obstante, la conclusión que uno saca al salir del cine es que ha visto una película vacía, con un guión basado en una acumulación de situaciones donde siempre se muestra lo mismo, con apenas un par de buenas secuencias (cuando el grupo es capturado, Calparsoro hace gala de su sabiduría y narra la acción con música y sin diálogos en unas imágenes donde el pánico que sienten los personajes traspasa la pantalla) y donde uno no entiende que quería contarnos Calparsoro: Es "la historia de unos niños en el infierno: La historia de un viaje que empieza como una película de guerra y acaba como una película de terror", aseguraba su director (El País, 22 de Marzo de 2.002, p. 46). ¿Trataba de acercarse a “Deliverance” (John Boorman, 1.972)? ¿A “El Señor de las Moscas” (Harry Hook, 1.990)? ¿A “La Presa” (Walter Hill, 1.981)? Más bien, Calparsoro narra la historia de unos niños en un manicomio… 

Para acabar, una reflexión: ¿Podría “Guerreros” ser una buena película porque está "bien hecha" y "no parece una película española"? 



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